martes, 13 de septiembre de 2011

LOS TRES DESAFÍOS ACTUALES
DE AQUELLA EXPULSIÓN




 El reto que enfrentó el dramaturgo José Ramón Enríquez al escribir La expulsión fue inmenso y fue triple. Incluso si le sobraban personajes interesantes y hasta apasionantes para mostrar el caso de los jesuitas que fueron obligados por la fuerza a exiliarse de la Nueva España en 1767.
Desde muy osados misioneros hasta sabios excepcionales, pasando por consejeros y confesores de poderosos y de humildes. Muchos de ellos son ampliamente mencionados en esta obra, como el Padre Kino, explorador y misionero apasionado de la Baja California. Otros surgirán directamente en escena. Especialmente Francisco Javier Clavigero, mejor conocido ahora con la ortografía Clavijero, el primero en escribir orgullosamente cuatro décadas antes de la Independencia “nosotros los mexicanos” refiriéndose a todos los estratos sociales y orígenes del entonces todavía virreinato de la Nueva España. Autor en el exilio de una obra que demostraba al mundo la complejidad y riqueza cultural y geográfica del México ancestral, del México real y natural y por ahí del México posible. Nada más y nada menos que sabio apasionado, emprendedor cultural, polemista y al mismo tiempo visionario.
Pero José Ramón Enríquez eligió atinadamente como eje de este drama a un jesuita muy joven, testigo de todo y con edad suficiente para haber vivido un periplo común a los expulsos novohispanos. Desde su natal Zacatecas y su noviciado en el emblemático Colegio de San Francisco Javier en Tepotzotlán, su exilio doloroso en Italia, hasta su regreso a México más de medio siglo después, pasando entre otros muchos sitios emblemáticos por Rusia, donde una reina considerada herética desobedecería ostentosamente al papa y daría asilo y sobrevivencia a los brillantes expulsos. Un jesuita con juventud suficiente durante la expulsión para, en su vejez y de regreso, poder contarla a los nuevos novicios de la orden restaurada en 1814. Y de paso a nosotros.
Enríquez dispuso también de un ramillete interminable de situaciones de enorme dramatismo. Comenzando por la manera en que la orden de la Expulsión fue llevada a cabo, tal como la cuenta uno de sus testigos, Francisco Javier Alegre, con la llegada a diversas ciudades de la Nueva España de cartas del Rey, sigilosas y secretas, selladas con orden de abrirse todas a la misma hora en los diferentes lugares donde hubiera casas jesuíticas. Órdenes complementadas por un preciso manual de aplicación. Quienes las abrían tendrían que hacerse acompañar de guardias severamente armados y centinelas en todas partes para tomar por la fuerza, al despertar a todos los jesuitas del virreinato, apoderarse muy especialmente de sus escritos, aunque también de sus pertenencias, arrebatarles sotanas e instrumentos de sus oficios para permitirles sólo lo mínimo indispensable durante el desolado viaje hacia Europa que les esperaba. En el cual la inclemencia, penuría y trasiego eran algunas de las condiciones a las que se les reducía: “Ya se darán extremaunción unos a los otros”, afirma uno de sus célebres verdugos. Situaciones muy ricas en significados que incluyen tanto la paradójica obediencia muda de los expulsos a la orden del rey y del papa, como el enorme desconcierto y hasta la rebelión de muchos de sus feligreses y educandos a lo largo de toda la Nueva España. Francisco Javier Alegre registra la inconformidad, incluso llevada hasta el  llanto, de algunos de los ejecutores de la orden, actuando contra sí mismos para acatar y hacer acatar violentamente la voluntad real.
O aquella polémica de Clavijero con los sabios europeos que consideraban sin restricciones que los suelos americanos pudrían tenazmente el cuerpo y el espíritu, creando seres inferiores conocidos como indoamericanos. Pero cuyos gases putrefactos que pudrían también a los europeos que pasaban demasiado tiempo ahí. Una polémica comparable en todo a la famosa y más antigua Controversia de Valladolid donde se discutía dos siglos antes si los Indígenas tenían alma o eran como animales.
Pero aún pudiendo contar con personajes de tal calado y envergadura,  aún con tantas situaciones tan acuciantes que relatar, e incluso con las pinceladas certeras y precisas que caracterizan su obra teatral, el reto para el dramaturgo no hace sino acrecentarse.
Y eso se debe a que es muy difícil comprender y hacer comprender a los lectores y espectadores de este siglo el significado profundo del momento histórico que a grandes pinceladas necesariamente se describe en estas breves páginas a través de unos cuantos diálogos intensos y certeros.
         Qué terriblemente arduo explicar que los personajes centrales de este drama se encuentran atravesados, como por un rayo, por una tragedia histórica de dimensiones difícilmente imaginables en términos contemporáneos. Y que esta misma dificultad es parte de la tragedia. Una que los conmociona y al mismo tiempo trastorna a la vida hispanoamericana con consecuencias que hoy, aquí para nosotros, son enormes. Porque se trató de una amputación histórica que nos arrebató una posibilidad de civilización distinta. La expulsión no es sino uno de los momentos, uno especialmente álgido sin duda, de esa ruptura en la cual se definió el camino de nuestras sociedades hacia un modelo de modernidad muy limitado y limitante, derivado de los principios de la Reforma que a través del jansenismo impregnó incluso a la Iglesia Católica en Europa y del cual actualmente vivimos una de sus reencarnaciones. Puesta en escena con la máscara de la modernidad lidereada por la economía y la tecnología norteamericanas. Se manifiesta en nuestro entorno de múltiples maneras que van desde la organización de la vida cotidiana, el desprecio de las dimensiones profundamente culturales por su baja participación en la acumulación de la riqueza, hasta el gusto y el lugar que se le da a la dimensión estética de la vida. El odio generalizado hacia las formas de esa otra opción amputada que hizo destruir en la gran mayoría de las iglesias de México los retablos barrocos para substituirlos por inexpresivos enseres neoclásicos es una muestra de esa ruptura. No se trata simplemente de estilos artísticos preferidos por cada época sino de toda una opción de civilización que junto con el barroco se convirtió en odiada y desechable. El mismo término “barroco”, de significar riqueza de formas que conmueven nuestros sentidos y ayudan a llegar a dios por todos los medios sensibles adquirió un valor peyorativo y se convirtió en sinónimo de exceso. Como si de pronto fuera mal visto que las películas actuales usaran efectos especiales para conmovernos o se considerara excesivo que tuvieran sonido por considerarlo “demasiado sensorial”.
Así, habría que hacer notar que con la expulsión de los Jesuitas de la Nueva España se nos arrebataron de golpe también los conceptos y los términos, el marco mental para pensar y expresar con facilidad el significado de esa expulsión. Como aquella serpiente mítica de tres cabezas que se mordía la cola y al devorarse a sí misma se comió también las palabras que se estaban forjando para nombrarla. Y así se volvió doblemente invisible.
Una de las importancias de esta obra reside en esa condición. Vivimos como testigos, gracias a ella, una doble supresión: física y conceptual. Porque se trató de mucho más que un acto despótico entre otros. Fue un viraje profundo y una amputación de civilización.
De la misma manera, el dramaturgo se enfrentó a un segundo desafío, el de mostrar implícitamente que la importancia de estos jesuitas con respecto a la Independencia no es solamente la de ser precursores de ella cuarenta años antes. Sino la de pensar y proponer un país bajo un esquema de construcción de una entidad que reconociera su diversidad cultural y su riqueza histórica. Un esquema que no se basaba en la guerra sino en la necesidad de pensar y elaborar una sociedad más allá de ella y si fuera posible que no tuviera que ver con la guerra. Una construcción no violenta.
El país del mestizaje que propone Clavijero abre al pensamiento del futuro de México una distinción fundamental. Y al hacerlo se convertiría en héroe sin balas, en formulador del porvenir posible, no de la gloria ni la vergüenza de la batalla pasada sino del país deseable. Los héroes de la Independencia se quedan cortos y obtusos ante esta propuesta que parecía viable y se iba realizando en diferentes puntos del continente americano. Festejar a estos hombres expulsos por lo que proponían es festejar a quienes pensaron y comenzaron a realizar un país distinto, independiente.
Festejar a los héroes armados de la independencia es como festejar a los abogados de un divorcio que glorifica a la litigación, a la guerra sobre todas las cosas. En el futuro se nos reprochará no haber visto más allá de nuestra narices y festejar a esos violentos abogados en vez de a los verdaderos protagonistas de la historia. Los que pensaron y formularon otro país para todos los mexicanos. El dramaturgo tuvo así ese desafío mayúsculo de no dejar que sus personajes existieran tan sólo a la sombra de los violentos sino que brillaran por su propia luz propositiva, más grande que la luz de los cañones si se mira desde un ángulo distinto al de los lugares comunes sobre los cuales se ha escrito normalmente la historia de México. Y mucho de su presente. 
Así, el tercer desafío que aquella expulsión presentaba al dramaturgo y nos presenta es el de no dejar de poner atención a esa dimensión propositiva muy concreta del proyecto abortado para la construcción de nuestro presente, comprender las fórmulas precisas de desarrollo que en él eran explícitas e implícitas, y de cohesión social basada en la posibilidad de hablar tanto a la punta de la pirámide social como a la base mejorando sin cesar su condición. Un proyecto fundamentalmente integrador de sociedad concreta en el que el conocimiento del territorio y su naturaleza, la memoria desprejuiciada del pasado y la construcción de redes sociales era fundamental y representaba una buena parte de la actividad de los jesuitas mexicanos en el momento de su expulsión. Aquel proyecto interrumpido tenía entre sus ejes fundamentales y fundacionales de la nueva sociedad  un enorme y muy articulado proyecto de educación en todos los estratos sociales. Que era a la vez parte de un proyecto de integración de los mexicanos con otros países. Imaginemos que los mexicanos que trabajan ahora fuera del país lo hicieran haciéndose indispensables en los puestos de trabajo más altos de todas las actividades económicas y no como ahora en los más desfavorecidos. Que la educación de los mexicanos nos hiciera agentes activos de la movilidad económica  y social del mundo en vez de carne de cañón, mano de obra paupérrima de las manufacturas internacionales. Ya con décadas y siglos de distancia, ¿no se reprochará a los mexicanos de hoy haber ofrecido a sus ciudadanos como masa barata, manos y cuerpos degradados en las fábricas armadoras internacionales en vez de haberlos educado para ser agentes transformadores en el mundo? ¿Y por lo mismo haber creado urbes de descomposición social como Ciudad Juárez, donde la disolución de vínculos comunitarios tradicionales, esa vida degradada de los desplazados hacia la boca devoradora de "la maquila", degrade lógicamente el valor de la vida comunitaria y de la vida? La voracidad y sus espejos disuelven poco a poco la luz. Y luego se extrañan del surgimiento violento de la obscuridad.
 Falta descubrir y mostrar cómo y cuando lo contrario también es posible.
Señala con acierto Alfonso Alfaro, en la serie de profundas y sugerentes exploraciones del proyecto jesuítico bajo su dirección en Artes de México: “La descomposición de los vínculos sociales que se expresa a través de la creciente violencia que aqueja a este país no data, pues de la víspera ni es tampoco algo que pueda revertirse a breve plazo: la necesaria reconfiguración del orden social demandará tanto esfuerzo e imaginación como los que desplegaron los expulsos.” Enfatizando además que “no sucumbieron a la desesperanza y canalizaron su energía en forma productiva aún sabiendo que no verían el resultado de sus empeños.” (…) “Ahora pueden ser también ejemplo de entereza y de una actitud propositiva ante un presente sombrío y un futuro cuya construcción demanda tanta imaginación como firmeza y empeño.”

Tres desafíos que José Ramón Enríquez, con la maestría del oficio sortea exitosamente diciendo lo necesario de manera sugerente, como debe serlo el arte, dejando en las manos de la gente que mira y escucha la posibilidad de que en ellos resuene la materialización de la idea. Usando las palabras ya dichas y muchas veces escritas por estos personajes históricos para decir mucho más que ellas. 
Tres desafíos mayúsculos que laten y aletean en estas páginas, en estos diálogos, como se decía literariamente en la época barroca que los ángeles aleteaban entre los renglones de los libros sagrados alertándonos subrepticiamente por medio de los sentidos del llamado que se nos hace a escuchar, admirar, dudar, reflexionar, aprender y si tenemos la entereza de distinguir cómo y cuándo es pertinente, a actuar con certeza en nuestro entorno. 
Alberto Ruy-Sánchez


*Prólogo a la obra de teatro de José manuel Enríquez, La Expulsión, que publicará Ediciones El Milagro. 
** Las ilustraciones han sido tomadas de  Los jesuitas ante el despotismo ilustrado, número 92 de la revista-libro Artes de México. Que forma parte de una serie de varios volúmenes sobre el proyecto jesuita y su significado en la vida pública mexicana incluyendo educación, misiones, ciencia, arte y política.