Para su libro ELLOS HABLAN, Lydia Cacho puso a hablar a varios hombres sobre el machismo y sus avatares. Este es mi testimonio para ella.
«No tengo clara la primera vez que tuve conciencia de ser hombre y ser diferente a las niñas. Tengo recuerdos dispersos, pero el más persistente es lúdico. Alrededor de los tres o cuatro años, tal vez. La imagen de estar jugando con mis primas y unas vecinas a ser doctores y examinarnos mutuamente desnudos, llenos de risa.» Recuerdo la emoción de curiosidad y a la vez de felicidad de mirar y tocar con delicadeza, muy levemente, y ser tocado. Es curioso que no recuerdo vergüenza, pero sí cierta intimidación de ser examinado. Tampoco hubo en esa experiencia una excitación como la que tuve después, cuando vivíamos en el desierto y a los niños y niñas nos bañaban en los patios, con cubetas de agua tibia. Había una vecina que era un poco más grande que yo y recuerdo claramente la sensación de excitación, de sentir latir el corazón en mi pene, al ver cómo el agua escurría por su espalda y le daba a sus nalgas erguidas un brillo húmedo y a la vez una caricia. No sabía qué me estaba sucediendo, pero me gustaba y me llenaba de felicidad recordarlo. Nos hicimos amigos y yo jugaba a lo que ella quisiera y viceversa. No relacionaba mis órganos sexuales ni mi excitación con las supuestas actitudes que debíamos tener los niños. Tampoco recibía de mis padres ni de mi entorno señales de conductas específicas de hombrecito. Recuerdo solamente que en determinado momento el mundo de los niños y las niñas se dividía entre los que eran golpeadores y agredían a todos y los que no. Había niños y niñas violentos. Pero era más común que fuera un niño el peor. Lo que ahora se llamaría bullies; entonces no se usaba ni siquiera el término de abusadores. Eso eran. Recuerdo, cuando ya vivíamos en la colonia Roma, en la calle de Coahuila, un momento en el que yo me ponía entre unas vecinas que eran mis amigas y un vecino más grande y gordo que trataba de pegarles. Yo resultaba golpeado, pero yo pretendía que no me dolía para molestarlo más. Él me gritaba: “Soy más hombre que tú y más fuerte”. Yo me reía diciéndole que no era tan fuerte ni tan hombre. Que ni dolía. Después de un par de moretones mi madre me interrogó y no le pareció muy buena idea mi estrategia. Me dijo: “Los niños, cuando de verdad son hombrecitos, no les pegan a las niñas. Es un pobre maleducado, seguramente su papá le pega a su mamá y es lo que ve en su casa. Pero no le tengas lástima: vas a tener que pegarle para que deje de molestarlas y deje de pegarte. Si no, al rato vas a estar todo moreteado. Y yo me voy a enojar tanto que voy a castigarte. Tienes que detenerlo”. Me vi obligado a ser violento. No se lo esperaba. Pero resultó. Nunca volvió a molestarnos. A los otros niños y niñas les pareció que yo había hecho algo especial. A mí no me lo parecía. Fui obligado a ser como él y no lo disfruté ni tantito. Su nariz ensangrentada me daba un poco de lástima. Me acusó con su madre. Ella vino y me gritó y lo entendí todo. En esa casa todos gritaban y golpeaban. Y se fue golpeando a su hijo por dejarse golpear por mí. Yo ni siquiera lo detestaba. «¿El machismo? Para mí es una enfermedad social, una violencia contagiosa y difundida por todos los medios; el principal es el ejemplo.» Su idea y su mensaje de desprecio por la mujer es explícito e implícito. Está presente en todas las situaciones familiares. Y en todas las situaciones sociales. Creo que nadie se escapa totalmente de estar alguna vez bajo sus dominios. Contrarrestarlo y, si se puede, anularlo implica un gran esfuerzo y es tanta su penetración que ese esfuerzo nunca cesa. La patología machista renace siempre de sus cenizas. Y los niños con frecuencia la padecen tanto como las niñas. Nadie puede presumir de haber dejado de ser machista cien por ciento. Siempre se está en proceso de serlo o dejar de serlo. No hay punto muerto. Si no se avanza se retrocede. Ahora me doy cuenta de lo importante que fue haber crecido entre cuatro primas hermanas más o menos de mi edad. Cinco, si se cuenta a una un poquito más joven. Y fuimos de verdad muy cercanos. Y me fui enamorando de cada una en serie. Fui descubriendo con cada una gustos y placeres muy distintos. Luego sufrí un poco al principio cuando ellas se enamoraron de otros y tuvieron novios, pero aprendí pronto a ser su cómplice muy íntimamente y para siempre. La amistad, incluso amorosa, entre hombres y mujeres es un antídoto del machismo. «Tal vez debería incluirse en una definición del machismo, además del menosprecio y la violencia, la radical falta de amistad profunda entre hombres y mujeres, desde la infancia.» Sí, la infancia marca. Un hombre, desde niño, está mal educado para tener amigas; todo lo convierte en conquista, en dominación. Con frecuencia no sabe qué es la amistad. Que no es evacuación del erotismo sino todo lo contrario. La amistad es una de las formas del amor que se manifiesta y vive de maneras muy distintas. Para mí fue fundamental para comprender algo más del machismo, ya en la juventud, mi vida con mi pareja Margarita de Orellana. Nos conocimos cuando ella era discriminada por ser mujer para entrar a una universidad. Un director había establecido que sólo se admitiría treinta por ciento de mujeres, aunque tuvieran mejores calificaciones que muchos hombres, por esta aberración de director que pensaba que las mujeres se casan y por ello su educación era considerada “un desperdicio”. Ella no se detuvo hasta que fue admitida y el director comprendió un poco la estupidez discriminatoria de su política de admisión. Ella me hizo su cómplice. Después vivimos juntos muchos años en Francia, donde el feminismo había permeado todos los estratos de la vida y no era tan escolar y universitario como en México. No era sólo una cuestión de ideas y de política militante. El aprendizaje se multiplicó, como las lecturas posibles, y las modificaciones de la existencia. De Margarita y con ella sigo aprendiendo todos los días en todas las dimensiones de la vida y del pensamiento. Aprender dónde y cómo brota el machismo es algo que no cesa. «Con mucha frecuencia me encuentro hombres, sobre todo de mi generación, pero los hay en todas, que consideran que mi escritura y los temas literarios de mis libros y ensayos en revistas no son suficientemente masculinos.» Cualquier cosa que eso sea en su imaginación. Para mí se traduce en una extraña obligación social de “hacer más de lo mismo” que hacen otros. Mi negativa es orgánica, antes que nada. Cuando me condenan sobre todo pretenden negar el esfuerzo esencial que está detrás de toda mi escritura, que ha sido “escuchar” a las mujeres, a lo que me cuentan de su deseo. Detener los ímpetus del mío y convertir el mío en placer distinto, atento a la otra persona, sobre todo si se le ama. El deseo es sed de conocimiento. ¿Otros escritores? Pues los insultos que me dedican siempre son sexistas. El que más me gusta es cuando me acusan de ser un hombre “claudicante” ante la mujer. Para muchos la sensualidad no es un valor masculino, la ternura mucho menos. Lo más grave es que su esquema de sexualidad burda les obliga a tener una concepción también torpe de la literatura y de las artes. Una concepción realista y evidente, de dramatismo obvio. Por ejemplo, en mi primera novela, Los nombres del aire, toda la narración se desarrolla en un nivel erótico de muy sutil sensualidad. Para demostrar lo intencional de mi intento y establecer un contraste introduje una escena un poco burda con un personaje abusivo. Pues hubo varios críticos literarios a los que esa escena les pareció la única buena del libro, la que mostraba el camino a seguir sobre la sexualidad y la violencia. La verdad es que a mí nunca me ha importado demasiado esa descalificación. Ni siquiera me extraña; me divierte. Pero me doy cuenta de que es como decirle al golpeador que sus golpes no me duelen. La verdad es que esos críticos se definen a sí mismos y exhiben su incapacidad, su patología machista, su poder ridículo en acto. Otros machistas les harán eco. Una gran mayoría, tal vez, hará lo contrario. «¿El miedo más grande del niño? El de la violencia física de los adultos sobre su persona es tan normal y tan frecuente que pensarlo da vértigo.» La violencia de la burla o la descalificación es metáfora de la violencia física, corporal. Y son tantos los niños que se sienten obligados a entrar en sintonía con la violencia del ambiente que se vuelven ellos mismos agresivos. Y es muy raro que encuentren a su alrededor ejemplos de conductas alternativas. Son verdugos chiquitos, proyectos de monstruos grandes. Su sexualidad será manifestación de eso y con ella todas sus relaciones de todo tipo con mujeres y con hombres, sobre todo en situaciones de poder. Nunca me ha parecido malo tener miedo. Incluso una de las exigencias más comunes para “ser hombrecito” es no llorar y no tener miedo. El miedo es humano. Aceptarlo es antídoto contra el miedo, no pretender a la fuerza que no se tiene. Los niños con frecuencia son obligados a pretender que no tienen miedo y por lo tanto lo reprimen, como reprimen el llanto. Bajo la violencia de la educación machista los niños tienen miedo de tener miedo y tienen miedo de llorar, pulsiones incontrolables algunas veces. Desgraciadamente controladas tantas otras con gestos de violencia excesiva que acompañan lo que sí se considera masculino. ¿Los hombres de mi infancia? Tanto mi abuelo paterno, Joaquín, como mi padre, del mismo nombre, eran hombres dulces, sin temor de abrazar y besar a sus hijos. Nada violentos, siempre deteniendo la rabia posible para introducir un pensamiento, una reflexión sin moraleja impuesta a los demás, el placer compartido de una idea, de un gusto. Ambos fueron enamorados encendidos, capaces de profundas complicidades con sus esposas. Bailarines irredentos. Hedonistas modestos. Vivían sin culto por el poder, el dinero o la fama: ni venerarlo ni tenerlo. Y un enorme culto por la belleza, sobre todo de mi padre, quien, entre otros oficios, fue pintor e ilustrador, músico e inventor. Mi padre nunca tuvo miedo de manifestar sus opiniones, pero tampoco se enamoraba de ellas. Lo mismo podría decirse de sus gustos. Y era extremadamente respetuoso de las ideas ajenas, hasta de sus prejuicios. “Las personas son mucho más que sus opiniones. Si discutes eternamente sobre ellas te quedas sin conocer todo lo demás que cada quien lleva dentro”, me decía. Sin tratar de darme lecciones, ambos me forjaron con su ejemplo de masculinidad, sin duda. Entre más los pienso más me doy cuenta. Me marcaron también por contraste: tanto mi otro abuelo, el materno, Alejandro Lacy, como muchos otros hombres adultos eran radicalmente distintos en cada uno de los rasgos con los que he descrito al abuelo paterno y a mi padre. Lo más común es la intolerancia, los prejuicios, la falta de reflexión y el desprecio clasista, sexista, racista, que siempre es una forma de violencia. Los contrastes eran muy abruptos. Y tanto mi abuela como mi madre se encargaban de hacerlo notar de vez en cuando. A los abusadores sistemáticos, a los bullies, es mejor no responderles en sus términos mientras sea posible. Cuando un hombre famoso argumenta cómo “ser hombres de verdad”, seguramente es en el fondo un hombre muy frágil. Hay que escucharlo y descubrir esa fragilidad, cubierta por una impostura. Hay que aprender a desmontar esa mentira y exhibirla sutilmente al principio, pero cada vez con más contundencia. A la seriedad de su llamado responder con risa, a la supuesta risa de lo que diga responder seriamente, a sus respuestas convertirlas en preguntas y a sus preguntas hacer más preguntas desde otro ángulo. Exhibirlo como lo contrario de lo que dice. A los preadolescentes yo les hablaría de lo importante que es construir la amistad entre hombres y mujeres a un nivel más profundo, nunca excluyendo el vínculo erótico siempre presente. Cada machín que va dando ejemplo es un caso a tratar, un nudo que desatar, una mentira que se abre y se desvanece al viento; si se le sopla con firmeza más que con fuerza, queda descubierto. No me siento aludido cuando alguien dice “los hombres violentos”, pero al mismo tiempo tengo conciencia de que ningún hombre escapa a algún condicionamiento machista interiorizado. Antes que nada, escucho atentamente cada caso. Trato de comprender lo que hacen los otros y lo que yo hago. Nada está exento de ser cuestionado. Los hombres que se sienten aludidos reaccionan con inseguridad agresiva cuando su fragilidad es señalada. El racismo existe como existe el sexismo y el clasismo. Esas taras, esas patologías, cada una a su manera, ciegan a los humanos. Y en esa ceguera, quienes más las ejercen y padecen más las niegan o niegan sus efectos nefastos en ellos, muchas veces con violencia. Es parte de la patología sexista. «Yo creo que el tema de “la cobardía” o la falta de militantismo antimachista es más complejo de lo que parece. Por una parte, no basta con tener conciencia y levantar el puño en abstracto. Rápidamente eso se convierte en una presunción machista.» Veo recientemente a todos los hombres que de pronto se dicen públicamente feministas mientras desprecian al mismo tiempo a varias mujeres y no dejan de tener actitudes francamente sexistas y arranques de machines oxidados. Y no parecen darse cuenta. Casi podría decirse que una cosa viene con otra. Porque creen que el machismo es una opinión cuando es en realidad un modo de vida. Es y está en todo lo que hacemos y cómo lo hacemos. No se trata sólo de tener miedo al más fuerte o a perder privilegios. El machismo es una patología activa en todos los frentes, en todas las dimensiones de la vida: desde la cama y la mesa hasta el tiempo libre, desde el trabajo hasta el baile, desde las ideas hasta los gustos. Desde el aseo cotidiano hasta la idea que se tiene o no se tiene de la divinidad. No se trata de ser buenos o ser malos. Y ya sabemos que no hay nadie más malo que el que se cree con certeza muy bueno y superior a los otros. Esto no quiere decir que no haya remedio. Todo lo contrario. El remedio es minúsculo y mayúsculo al mismo tiempo. Se requiere una casuística incesante, una irradiación cotidiana no sexista, una actividad que sea más actitud propositiva que militantismo de llamarada de petate antimachista, y debe ser la vida, toda la vida.